Javier Herreros Bastero, navegando en su Morgan

Javier Herreros Bastero, navegando en su Morgan

Javier nace en Barcelona en el año 1943, en plena Guerra Mundial y tras una Guerra Civil de una España de cartilla de racionamiento y pan blanco de estraperlo. 

Con dos años y medio y tras su insistencia en ir a donde otros niños acudían a diario, su madre le llevó al colegio con unas monjas Dominicas. Al ser el más pequeño se convirtió en una especie de juguete de las monjitas. Y de las monjas a los Escolapios; cursó primaria, bachillerato y hasta el preuniversitario, que ya lo terminó en el Instituto de Estudios Hispanoamericanos. Luego Derecho en Barcelona y a los veintiuno años ya era abogado, a los veintitrés, Procurador de los Tribunales y desde entonces, totalmente dedicado a la abogacía.

Toda una vida profesional dedicada al Derecho y que ya ha dejado hace cuatro años. Cuando empezó había dos abogados en el bufete y él fue el tercero… y se ha despedido en una organización con cerca de mil abogados. Por en medio, cincuenta años y carambolas de la vida, está casado con una navarra, de Estella, donde también era originaria su madre y este julio harán los mismos cincuenta años de casados. Con dos hijos, ya casados también, su hijo menor encontró el amor con la hija de otro socio del club Morgan, el actual Tesorero.

Hacemos un viaje al pasado y descubrimos a un joven Javier que, con veinte años y cierto gusto por las cuatro ruedas, acude al Salón del Automóvil, que por aquel entonces se celebraba únicamente en Barcelona. Paseando por los salones, de pronto se vio ante una especie de barquilla, eso sugería su diseño, con dos asientos y un volante, cuatro ruedas con llantas de radios y poco más. Se quedó impactado al descubrir un coche que no se parecía a ningún otro. Preguntó lleno de curiosidad y le dieron un precio que pensó nunca podría pagar. Pero a la vez se prometió que llegaría un momento en que podría pagarlo y entonces, sería suyo.

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Pasaron los años y nunca encontraba la oportunidad de entrar en el mundo Morgan. Javier era desconocedor de la existencia de un mercado de segunda mano porque “¿cómo iba alguien a desprenderse de semejante joya?”. Pasaron los años y con su carrera profesional asentada y en una casa pareada con un parking amplio se decidió: llamada a Tayre, revisión de las características del coche, precios, tic, tac… y por teléfono lo encargó y lo compró sin decirle nada a la familia, algo muy morganista, por lo visto. Seis meses después le avisaron que el coche estaba en Madrid y allí que fue, aprovechando una jornada de trabajo. Llegó de traje y corbata a recoger el coche y casi sin explicación de cómo funcionaba y a galope tendido tomó la autovía, rumbo a Barcelona, pues tenía trabajo por la tarde. Parecía que fuese dentro de una coctelera, de cómo bailaba el bicho; pero llegó a tiempo de la reunión.

Una vez en casa, metió su nuevo juguete en el parking. Subió y preguntó a la familia por lo que le habían puesto en el parking. Casi asustados, su mujer y uno de sus hijos bajaron corriendo y al ver el Morgan, en lugar de dar saltos de alegría, casi le pegan. Menudo desengaño se llevó.

 El Morgan de Javier es un Plus4 de dos plazas, al que le ha añadido una especie de dirección asistida eléctrica y le ha cambiado la capota por otra hecha por un artesano inglés, que es mucho más cómoda de instalar  y desinstalar.

Reconoce que todo lo que envuelve al Morgan se convierte en una javier herreros 01pasión. Con el paso del tiempo las pasiones menguan y se transforman en otros afectos, que en el caso de nuestros Morgan podría llamarse un hobby o quizás una buena amistad entre humano y máquina.

Al volante de un Morgan se sienten muchas emociones. La velocidad se percibe más próxima, algo de miedo por el traqueteo y por la sensación de que puede despegar si encuentras una piedrecita o un desnivel en el asfalto; en carretera de curvas, el vértigo de moverse de un lado al otro, como navegando en un barco que cae sucesivamente a babor o a estribor en cada revuelta; pero la mejor emoción es la de la libertad que se experimenta al conducir por una carretera de tercer orden, sin capota, pues la mejor definición del Morgan es la que lo describe como un coche descapotado, no un descapotable. La sensación a velocidad de paseo, entre 60 y 80 km/h, cuando sientes el aire en la cara y tienes una visión completa del paisaje que te rodea, es de una emoción indescriptible.

Ser propietario de un Morgan es reconocer que esa maravilla es tuya, orgullo de ver que la gente lo admira, les gusta y que entre otros grandes coches, es muchas veces más aceptado.

Pero no todo son flores y oropeles, vivir el Morgan es también asumir la falta de impermeabilización y la tendencia a aflojarse de ciertos tornillos que debieran estar firmes. De lo primero: una vez en San Sebastián, regresando de una salida a Burdeos, aparcó en el María Cristina y para que no lo maltratasen en vez de llevarlo al parking público cubierto, lo dejaron en la puerta del hotel. Aquella noche cayó “la del pulpo” y a la mañana siguiente, su Morgan capotado, estaba con cuatro dedos de agua en su interior. Tuvieron que dejarle toallas para secarlo. De lo segundo: una vez se aflojó un tornillo de la suspensión, que detectaron los de la ITV y otra un tornillo del parachoques delantero, que casi lo pierde. Los dos problemas se arreglaron apretando los tornillos algo más fuerte de lo habitual.

Javier llegó al Club después de un malentendido y una sorpresa. Con el coche ya en el garaje, un día recibe la llamada telefónica de un desconocido que le espeta de buenas a primeras – “¡Sé que te has comprado un Morgan!”- Inmediatamente pensó en un atraco o un chantaje. Afortunadamente, el tipo continuó diciendo que era presidente del Club Morgan en España, al que pertenecían muchos de los propietarios de este coche. Le explicó en qué consistía y le dijo que si quería, podría formar parte de él. Finalmente, una vez confirmada por otras fuentes que era cierto, se hizo socio, con la agradable sorpresa de que aquel tipo de la llamada y presunto Presidente, era vecino suyo y vivían en la misma calle.

El Club Morgan protagoniza uno de los mejores recuerdos de Javier. En su primera salida con el Club fueron a Rupit. Pensaron que con un coche tan vistoso, sus propietarios debían ser gente con aspecto distinguido y muy bien vestida, así que para la ocasión se arreglaron como si de ir a un cóctel se tratase: Ella con un traje chaqueta y zapatos de tacón y Javier con un blazer, camisa de manga larga y zapatos de piel. Cuál fue la sorpresa al coincidir con los participantes que todos vestían un anorak rojo, polos y zapatos deportivos con pantalones tejanos o de pana. Cantaban como una almeja. Improvisaron la compra de un anorak, unos cinturones y un par de polos y disfrutaron de una maravillosa salida.

También era costumbre que en la primera salida a la que acudieran los nuevos socios se les hiciese una novatada, que consistía en que el presidente, ante toda la concurrencia, les pedía que explicaran cómo había sido su primera noche. Normalmente, las respuestas eran variopintas, generalmente con humor y que por “primera noche” se entendía que podía ser sobre cualquier cosa. Hasta que una vez, a la pregunta, respondió una socia narrando, con mucha vergüenza, cómo había sido su primera noche de amor, que para más inri, había sido previa al matrimonio. La pobre, ingenua, pensó que la pregunta era seria y fundamental para el ingreso en el Club. Afortunadamente el presidente fue rápido y visto el cariz que tomaba la cosa, le cortó y le explicó. Fue la última vez que se hizo la novatada.

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Pertenecer al Club Morgan es una garantía de seguridad, de la seguridad que te da pertenecer a un grupo de compañeros que pueden solventar dudas o ayudarte a encontrar un mecánico idóneo. También es el marco idóneo donde compartir momentos especiales con otros apasionados del Morgan, que encuentran más de un punto en común en intereses y gustos, eso sí, con una ley no escrita, pero generalmente aceptada: no se habla de trabajo, aquí se ha venido a disfrutar. ¡Gracias Javier!